6 de julio de 2008

Un cuentíco ^^

Bueno, para aprovechar las vacaciones, porque, seamos sinceros, después, cuando vuelva a entrar al IAM no actualizaré tan seguido... El problema es que no tengo algo muy original o interesante que decir, por lo cual más bien posteo un cuento que escribí y que, no sé, puede ser más interesante que otras cosas:

El pañuelo

Fue aquella mañana, un 3 de septiembre. Para muchos era otra normal, en donde se levantaban y cumplían sus tétricos y rutinarios rituales. Pero para mi no. En el pergamino en el que la providencia escribió el transcurso de aquel día, yo debía morir a las siete menos 3 minutos. Pero fui tan terco y tan cobarde que decidí borrar esa parte de la historia.

Mientras algunos se levantaban de sus camas, yo recibía tres puñaladas. Cada puñalada acertó al corazón. Y cada puñalada dada por una mujer distinta. Mis tres doncellas. Mis tres sortijas, que fulguraban mientras el acero se hundía en mi endeble carne. Sofía, Consuelo y Teresa, las únicas mujeres a las que de verdad quise.
Como decía, yo debí morir allí, en la acera, así era como lo había escrito la providencia en el pergamino que relataba el transcurso de aquel día. Pero me negué. Me negué a abandonar este mundo, a despegarme del frío pavimento de la acera sin haber consumado mi venganza, y sin saber por qué las tres mujeres a las que de verdad había querido me habían apuñalado tres veces en el corazón.

Entonces, mientras una bella rosa roja floreaba, acompañada con dolor, en mi pecho, rogué por mi salvación, por una oportunidad de venganza. Una esperanza más de vida, la única que me permitió seguir en pie, surgió en mí. Elevé mi plegaria en oratoria, al estilo de los más consumados obispos, a aquel avaro ángel, al único que de verdad me podía salvar, pues Dios, aunque todopoderoso, es inseguro.

Señor de lo oscuro, donde lo divino no entra
Ahora que por fin la muerte me encuentra
Te suplico a ti, ¡oh! Amo de lo profano
Que no dejes ir mi triste alma en vano

Y no ocurrió nada, nada en absoluto. Mi cuerpo temblaba, la oscuridad se empezaba a cerrar sobre mí. La rosa en mi pecho ya había empapado la camisa entera, cuando el viento empezó a silbar una olvidada canción. Entonces, de la nada, un hombre joven y apuesto apareció ante mí y me miró, de pie, con divertida arrogancia. De su chaqueta de paño, blanca, sacó un fino pañuelo, de la más tersa seda, manchado de sangre. Hizo una mueca que interpreté como una sonrisa y, con un suave ademán, arrojó el pañuelo sobre mi pecho, donde la rosa roja se había desfigurado. Mientras tanto yo me esforzaba por mantenerme conciente.

Cuando el pañuelo por fin quedó totalmente teñido, el hombre joven y apuesto se inclinó hacia mí y lo recogió, y lo guardó en su chaqueta de paño. Se acercó un poco más y me susurró al oído con una voz tan suave que, a pesar de la gravedad del mensaje, no me inmuté en lo más mínimo.

Has solicitado ayuda, y te la he otorgado
Pero a cambio de esto reclamo lo que por ti es más amado
Puedo ver que tu alma no te despierta alguna dulzura
Ahora lo que para ti importa es la cordura.

Y con esas palabras quedé yo tendido en el frío pavimento de la acera. No sé cuanto tiempo duré allí, pues desde que se llevó mi cordura no tengo sentido de tiempo. Ahora vago por las calles de la ciudad, tambaleándome de lado a lado. Los molinos que alcanzo a ver allá en las montañas son gigantes que me esperan. Los dragones, las brujas, los fantasmas son reales, y en mi mente festejan tétricos rituales. Las hadas siniestras vuelan sobre mi copa, mientras duendes traviesos tiran de mi ropa. Interesante es que mi sentido de orientación tan solo me diga que estoy perdido. Las aves me hablan y yo les respondo, y más y más en la locura me ahondo.

Y mis sueños, ¡ah!, mis sueños. Son pesadillas terribles y macabras, que desearía nunca saliesen de mi cabeza, pues son espeluznantes. Hombres y mujeres que renuncian a sus amantes, a sus mil y un amores prohibidos; sueño con un mundo gris y frío, en donde tétricas construcciones imaginarias llamadas edificios se alzan inclementes por toda la ciudad y tiñen todo el paisaje de una profunda oscuridad y de un triste lodo. Y sueño con… personas, si es que a eso se le puede llamar persona. Individuos rutinarios, ¡aburridos!, ¡ordinarios!, que han dejado de gozar cada bello momento de la vida, por buscar el pan de cada día. Y lo peor de todo… la iglesia no se ha acercado al pueblo, sino el pueblo a la iglesia… ¡Cuantas personas hablando latín!

Pero no nos salgamos del relato. Estaba a punto de empezar mi venganza. Me moví por entre los callejones y, al llegar a la calle de El amor de una noche, entré a una rústica casa, el hogar de la primera mujer, si, de Sofía. Siempre admiré su altanera elegancia. Por ello dejé una rosa sobre la mesa del comedor, mientras le preparaba una cena inolvidable. Aún puedo oír los gritos de la sirena de la ambulancia. Ahora me río de ella, ingenua envenenada, de la imagen del veneno en la alacena y de Sofía enterrada. No he averiguado nada sobre sus razones para matarme, pero aún quedan dos mujeres más.

La siguiente fue Consuelo. Ella habitaba en el condominio de Juntos por siempre, condominio que detesto con mi alma. Tan sensual era con esas negras botas que siempre llevaba puestas, tan atrevida. Ahora no. Ahora que le recuerdo flotando, asfixiada por mis propias manos, me parece inerte, aburrida, en la gracia divina. Llegó tan de repente que apenas tuve tiempo de esperar a que se llenase de agua la tina, así que tampoco pude averiguar nada sobre las razones, pero aún quedaba Teresa, y con ella, juré por Dios (que irónico), que si hablaría.

Mi Teresa especial. Ella no tenía lugar fijo, a veces vivía en la posada de Lujuria y otras en la posada de Afecto. Tal vez por eso me encantaba tanto. Ella, tristemente, fue la primera en darme la puñalada aquella mañana del 3 de septiembre. Así que cuando la encontré la excitación fue tal, que el bisturí danzó con vida propia en mis manos, y no tuve tiempo de preguntarle nada.

Así que me quedé sentado en el bode de la misma acera en la que fui apuñalado, desesperado, pues nada pude averiguar, con la curiosidad propia de un loco carcomiéndome la paciencia…

De pronto apareció ante mí aquel hombre joven y apuesto, aquel que me arrojó el pañuelo en aquella ocasión. Y en esta ocasión volvió a sacar el pañuelo, y volvió a arrojarlo hacia mí. Lo tomo y veo en él, con una fina caligrafía, escritos tres nombres. Sofía, Consuelo, Teresa.

¿Qué significaba eso? Busqué, pero el pañuelo no decía nada más… hasta que se empezó a revelar un cuarto nombre. Ahora el texto en el pañuelo era diferente. Sofía, Consuelo, Teresa, Gabriel. Gabriel… es mi nombre. ¿Qué hace mi nombre ahí? O mejor aún ¿Qué hacen los nombres de Sofía, Consuelo y Teresa ahí? Me empecé a preguntar, hasta que la cordura volvió a mí (o mejor dicho, me fue devuelta) y los recuerdos empezaron a llegar…

Es la mañana del 3 de agosto. Tengo ante mí a Sofía, que a borbotones arroja sangre mientras yo sostengo en mis manos el fino bisturí. La ira por la traición me invade…

El recuerdo se borra y aparece otro, de ese mismo día, en la tarde. Consuelo está tendida en el suelo, con un charco de sangre a sus espaldas. En mi mano, el mismo bisturí, mientras el sentimiento de traición no se aleja de mí.

El recuerdo vuelve a desvanecerse y se dibuja otro más. Es el 3 de agosto, en la noche. Después de cenar, Teresa está tendida sobre mi colchón, con una rosa roja dibujada sobre el lienzo de su pecho con la pintura de su sangre. Está muerta. Y yo de nuevo sostengo en mis manos el bisturí, el pincel de mi obra de arte… Y el sentimiento de ira por la traición se acalla. Ahora solo la tristeza y la melancolía ocupan mi corazón. ¿Por qué? ¿Por qué las tres debían ser amantes a mis espaldas? ¿Por qué eran cómplices, acostándose entre ellas a mis espaldas?

Volví a mí. Los recuerdos se borraron y volví a la acera. El pañuelo, como una cruel broma, aún seguía mostrando los tres nombres de mis amantes y el mío propio. Ahora otras preguntas habitan en mi mente. ¿Cómo, si yo las maté ese 3 de agosto, ellas me apuñalaron 3 veces ese 3 de septiembre? Y más aún, si yo las maté ese 3 de agosto, ¿A quien asfixié, envenené y corté como venganza? No podía estar más confundido. El hombre joven y apuesto, al notar mi desesperación, hizo la misma mueca que yo por siempre interpretaré como una sonrisa, y me habló.

El diablo es imparcial, con cualquiera hace tratos
Ellas me pidieron vida para la revancha, yo se las di
Pero lo que les pedí a cambio no es para nada barato
Pues ellas estaban obligadas a vivir su muerte a manos tuyas
De nuevo, otra vez, y aceptaron, con tal de vengarse de ti
Y ahora, consumada su misión, ni tu ni ellas, nunca escucharán los dulces Aleluyas.

Macabra moraleja. Ahora paso los días y las noches en este lugar, que no sé si es una cárcel o un manicomio. De noche, cuando la luna está llena, los fantasmas de Consuelo, Teresa y Sofía vienen a atormentarme. La idea del suicidio nunca ha pasado por mi mente, pues la esperanza de escapar por completo de esta pesadilla se mantiene en mí. Mientras tanto, para evadirla momentáneamente, sujeto en mano el pañuelo enrojecido, que me obsequió amablemente el hombre joven y apuesto, e invento canciones a mi blanca doncella, a la lejana luna. Y me repito a mi mismo una y otra vez el mismo verso.

Para escoger a una mujer siempre hazlo igual que cuando escojas una rosa
Escoge la más roja, sin importar cuantas espinas tenga, sé altanero
Y cuando te canses de ella, cuando la ira te invada, sólo haz una cosa
Retira las espinas clavadas en ti con el frío, imparcial y afilado acero.

Fin.

Si son detallistas, algunas de mis citas en 'Citando' aparecen en este cuento, como la cita de las mujeres y la rosa en el último verso.

Eso es todo por el momento


Salu2


Sueter


Urahara

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